miércoles, 4 de febrero de 2015

Pernambuco, el Nordeste de Brasil a la medida del ocio


 .Pernambuco, el Nordeste de Brasil a la medida del ocio

Actividades acuáticas en Porto de Gal

Puede que a mediados del siglo XVI, cuando el mar empujó los barcos de un grupo de holandeses algo extraviados hacia las costas del nordeste de Brasil, el paisaje natural les haya agitado la nostalgia por su remota tierra de origen. Mientras eran corridos por los portugueses y los originarios pobladores lupis guaraníes, en Recife se encontraron con tres islas, seis ríos y más de sesenta canales. El panorama desolado que se presentaba ante su mirada -decididamente europeísta- los llevó apresuradamente a considerar esa aldea emergente "La Amsterdam de Brasil". Más adelante, otros pondrían pie allí con la pretensión de haber descubierto la versión sudamericana de Venecia.
Indiferente a la libre interpretación de las comparaciones, lo cierto es que hoy la capital del estado de Pernambuco sigue forjando su identidad nítidamente brasileña en medio de ese enjambre de aguas calmas, que se precipitan con parsimonia en el mar. Cualquier idea que pretenda emparentarla con lejanas comarcas se pulveriza desde el primer instante en que uno empieza a tomarle el pulso a la ciudad. Su maravilloso repertorio de colores vivos, sabores siempre intensos, aromas no menos persistentes y gente de andar despreocupado y cadencioso le otorgan las marcas esenciales.
El Carnaval 2015 está a punto de estallar y los recifenses reunidos en el playón público de Marco 0 cruzan como si nada de la alegría a la emoción, saltan de la nostalgia a la risa más desencajada, animados por la cerveza y la caipirinha. Sus cuerpos se bambolean acompasadamente de derecha a izquierda, ida y vuelta, agitados por las melodías del frevo y el forró. Cada tanto entran en un frenesí descontrolado, contagiados por el ritmo de percusión de los grupos que baten los tambores del maracatú. Nada queda a salvo del temblor que produce la batucada, que también sacude las mesas y los carritos de comidas y bebidas al paso instalados sobre el empedrado de las calles Barón de Río Branco y Bom Jesus. De fondo -por si hiciera falta para dejar en claro los alcances de las fiestas populares en Brasil- tiene cada vez más protagonismo el marco de palmas, gritos, haces lumínicos que caen como flechazos para colorear las cabezas y fuegos artificiales. Desde las voces oficiales, aquí se habla de "preparativos", pero el Carnaval parece ya definitivamente desatado.
Pernambuco, el Nordeste de Brasil a la medida del ocio

El centro urbano de Recife.
Créditos: Embajada de Brasil en Buenos Aires / Martín Mangudo

Un tibio esbozo de calma amaga con apoderarse de la atmósfera de Recife a la mañana siguiente. Pero la música típica de la región vuelve a dispararse al aire desde la playa de Boa Viagem y ahora son los turistas los que se empecinan en reavivar el clima festivo bajo el sol y las palmeras. Se descorrió el velo de la marea alta y el litoral costero revela el conjunto de piscinas naturales que guarda en sus entrañas. El infinito placer que experimentan los que aciertan en recabar con ojos de snorkel ese universo submarino tiene lugar en un escenario claramente delimitado: la larga franja comprendida entre la arena blanca y el cordón recto del arrecife. Del otro lado, donde empieza a perfilarse el gigantesco horizonte del mar abierto, despunta un detalle para tener bien en cuenta y ni pensar en cruzar la frontera del peligro. "Alerta: área sujeta a ataques de tiburones", advierten sin sutilezas los carteles más observados, entre la infinidad de postes, sombrillas y cocoteros clavados en la arena.
Clase magistral

Una comparsa de tamborileros afrodescendientes se apodera de los callejones del casco histórico de Recife y su ensayo de maracatú anticipa al atardecer la fiesta que, se intuye, volverá a convocar a una multitud a la hora de las estrellas. En una de las salas del Centro Cultural Paso del Frevo, la clase dictada por Joao Vieira transcurre en una atmósfera agradable, afín con las formas amables que frecuenta el profesor. "Todo empieza con un simple paso binario: derecha, izquierda, uno, dos y otra vez", explica el especialista los rudimentos básicos de una danza que parece demasiado simple. Sin embargo, la imagen óptima del profesor se desmorona de golpe. Vieira no tiene peor idea que invitar a su clase práctica al grupo de periodistas argentinos. Enseguida descarta el sencillo paso binario y, en un inesperado arranque de picardía, les demanda saltos, contorsiones y piruetas más o menos graciosas que muevan todo el cuerpo sin soltar la sombrilla. En minutos, la prestigiosa academia de frevo se llena de brazadas y patadas al aire, lanzadas sin la más mínima coordinación. Además del maestro, sólo la guía Manoela Frances padece el espectáculo de ese baile decadente.
Las melodías típicas del nordeste brasileño se mantienen encendidas. Ahora acompañan el paseo nocturno de poco más de una hora que realiza el catamarán Tur por el río Capibaribe y sus puentes, desde la isla San Antonio hasta los galpones reciclados del puerto. Una oportuna luna llena y el derroche de luces de la ciudad minimizan los tramos de penumbras que imponen los puentes. Cruzamos por debajo del viaducto 12 de Septiembre y el guía lanza al aire húmedo y templado un sonoro "¡viva Recife!", devuelto por dos torres de 40 pisos -posados como corpulentos vigías junto a un embarcadero- y los pasajeros aplauden entusiasmados.
Cinco minutos después, a la altura de los palacios de Gobierno, de Justicia y Legislativo -revestidos con luces que cambian de color ante el menor pestañeo-, el barco sin techo acelera hacia el túnel oscuro de un puente ferroviario de 1874 y el guía vuelve a soltar su grito triunfal. Pero esta vez ninguna mole se hace eco y la voz desmedida incomoda a las gaviotas antes de ir a parar al agua. Su auditorio, deslumbrado con la fachada del teatro Santa Isabel (de 1854), retacea los aplausos. Para el conductor de la excursión todo volverá a encarrilarse un rato más tarde, cuando llegue el momento de la ovación que premiará el cruce de Macedo, el puente más largo de la ciudad, un gigante de metal y hormigón que se estira 283 metros para unir las dos orillas. El mejor premio para el relator de la navegación se renueva una vez más entre los pilares de un paso ferroviario construido en 1874.
La historia de Pernambuco y su desarrollo social sembraron esta tierra próspera -cubierta de cañaverales- de paradojas y contradicciones irresueltas. Uno de los mayores motivos de orgullo y la página más dolorosa del pasado local convergen en el barrio Imbiribeira. La cachacería Carvalheira revela algunos secretos de la elaboración de cachaca, una tradición centenaria vinculada directamente con la explotación de la caña de azúcar y de los esclavos introducidos desde Africa. Thiago Santos advierte que los tres pasos ineludibles para la fabricación de cachaca son la molienda de la caña, la fermentación en pailas de cobre -un proceso que se extiende entre 12 y 24 horas- y la destilación en alambique. El producto se asienta en barriles de roble francés y luego se vuelca en tanques "de corrección", para unificar el color.
Sobre los campos, los morros y las suaves serranías de Pernambuco florecen ocho variedades de caña de azúcar, todas aptas para fabricar el "vino de caña" improvisado por los conquistadores portugueses entre 1532 y 1548.
Con el creciente aroma dulzón de la cachaca, disparado desde tanques de 150 a 200 litros, aumenta la tentación para llevarse al menos un trago al paladar. Santos detecta a tiempo el deseo que expresan las miradas impacientes de los visitantes y los agasaja con una degustación de caipirinha (cachaca saborizada con lima y azúcar). "El secreto está en quitar el pellejo de la lima y poner poco hielo en el vaso", avisa. Pero ya es tarde: los degustadores se apuraron en dar cuenta de la preciada bebida con un único sorbo, rápido e incendiario.
En Recife no son pocos los que sostienen que la cachaca es tan representativa de la cultura pernambucana como el artista plástico Francisco Brennand, que a los 87 años de edad sigue embarcado en la creación de figuras inanimadas. Es la mejor forma que encontró para inducir a reflexionar sobre el origen de la vida, la evolución y la reproducción de las especies. "Las cosas son eternas porque se reproducen", es la frase de cabecera, simple y enigmática, de este anciano inquieto, que exhibe 3 mil esculturas y placas de cerámica en las cuatro salas y el parque de 21 hectáreas de su atelier y museo, en barrio Varzea.
Figuras de arcilla, barro y cerámica escoltan el Templo del Huevo Primordial, la pieza más llamativa del sendero principal, recortado entre patios, estanques y parcelas de césped cortado al ras. Los jardines -diseñados por el prestigioso paisajista brasileño Burle Marx- imprimen un semblante renovado a las instalaciones de la antigua fábrica de cerámica del padre de Brennand, que funcionó aquí hasta la década del 50. Por estos días, el artista ocupa su tiempo pintando murales. Algunas obras de su colección de 300 pinturas decoran las medianeras de edificios y el aeropuerto de Recife.
El aporte de Brennand a la cultura local tiende un puente desde la zona de la mata atlántica hacia los refugios de otros virtuosos creadores, asentados en la parte alta de Recife. Sobre un promontorio que regala una panorámica inmejorable del mar, el arrecife, la viboreante playa y los edificios de Recife,Olinda se luce ante sus huéspedes con las esculturas en madera y cerámica de Vitalino, un toque delicado entre los souvenires del Mercado de Artesanías Silvia Pontual. A unos pasos, en medio de la profusión de prendas en tela de la galería Sitio das Artes, resaltan los trabajos en renda, tejidos de hilo de algodón que se empiezan a delinear punto por punto sobre moldes de papel manteca.
"En Olinda y alrededores trabajan más de 3 mil renderas", comenta al pasar Shirly Rodrigues da Silva. Una de esas talentosas mujeres, Edit do Nascimento, no levanta la vista clavada en la aguja para recordar sus comienzos, hace cuatro décadas, cuando tenía 4 años de edad y aprendió a tejer imitando la técnica de su madre.
Ciudad colonial

Alrededor de las silenciosas tiendas que cobijan a este puñado de almas perseverantes, Olinda conserva veintidós iglesias y once capillas coloniales, un patrimonio edilicio que los gobernantes portugueses se empeñaron en recuperar después de la invasión holandesa, extendida desde 1630 hasta 1654. La más antigua de esas reliquias es la Catedral da Se, construida con piedras de los arrecifes en 1537. Cada sector del templo pertenecía a una familia influyente de Recife, ya que desde esta plataforma creían asegurarse un lugar en el cielo.
Pernambuco, el Nordeste de Brasil a la medida del ocio
Más sencillo y terrenal, el Convento de San Francisco todavía conserva su altar dorado y paredes ornamentadas con azulejos, una de las más reconocidas expresiones del arte lusitano. Recrean pasajes bíblicos y de la vida de San Francisco de Asís. En el interior del complejo, la historia de la Iglesia de las Nieves y la Capilla de San Roque registra los férreos límites impuestos a los sectores sociales menos favorecidos: los balcones estaban reservados para las familias de los poderosos barones del azúcar; abajo, en la nave central, se acomodaban los portugueses más modestos, mientras los pobladores originarios y los inmigrantes africanos tenían su lugar asignado fuera del templo. Con suerte, alcanzaban a escuchar la misa amontonados en las cercanías del portal.
Precisamente afuera, sobre el empedrado hirviente del mediodía, se oyen los pasos cortos de "Ritinha" (Rita María de Conceicao), una elegante señora de 78 años que carga con dignidad y sin traumas la epopeya de la emancipación de sus antepasados. "Estoy llena de amor", se planta y recita los mejores deseos para los turistas. Su voz gruesa y la sonrisa ancha agitan el collar y el vestido florido, que cuelga de sus hombros frágiles. Todos los vecinos que pasan, de a pie o en vehículos, se detienen para saludarla y ella retribuye cada cumplido con dos besos, sin soltar la sombrilla de colores que la protege.
A la playa con el mejor ánimo

La inesperada aparición de Ritinha es un bálsamo de aire fresco, el preludio más auspicioso posible de una excursión que vincula Recife con Praia dos Carneiros. El balneario nos recibe con una previsible brisa caliente, que acelera la carrera hacia el mar de un grupo de adolescentes enfundados en trajes de neoprén.
El repentino apuro de los surfistas contagia al autor de este relato, plácidamente tirado en una reposera con el cándido propósito de deleitar sus sentidos con la panorámica perfecta del mar. Está por arrancar un paseo en catamarán hasta la desembocadura de los ríos Ariquindá y Formosa y no queda margen para estirar el rato de ocio con sorbos de agua de coco.
Pernambuco, el Nordeste de Brasil a la medida del ocio

Barcazas de Porto de Galinhas que llevan turistas hacia las piscinas naturales.
Créditos: Miguel Igreja

A 20 kilómetros por hora, la lancha acaba de dejar atrás la costa y ya empieza a esquivar los bancos de arena, que vuelven a aflorar en la superficie cada vez que llega la marea baja. Es la señal que esperan los pescadores de cangrejo sirí para meter sus brazos entre las raíces sumergidas y arrancarles a mano el crustáceo adherido. Con la bajante se reduce la suerte de los pescadores de róbalo, sioba y abadejo, que aguardan su momento sin deseperar en precarios botes de colores. La imagen uniforme del frente costero, cubierto de palmeras y posadas con techos de tejas, sólo se altera por la irrupción de la iglesia San Benedicto, construida en el siglo XVIII por la familia portuguesa Rocha Carneiros. El catamarán amarra en una prainha (playita), sugerente escala de veinte minutos para comprobar las bondades de los barros del lugar. Una decena de baldes rebalsados de fango son vaciados por los turistas sobre sus cuerpos, que embadurnan la piel de la cabeza a los pies con más ánimo de divertirse que de aprovechar una sesión terapéutica gratuita. La secuencia de fotos y caminata continúa en un banco de arena, aunque termina a las apuradas un cuarto de hora después, cuando el mar vuelve a elevar su nivel y devora el islote.
La jornada siguiente se vislumbra más afortunada para los visitantes. Esta vez, una jangada (velero de madera) toma distancia de la playa de Porto de Galinhas-atravesada por los ruidos de los buggys que recorren la costa- y diez minutos más tarde los pasajeros desembarcan en la zona de arrecifes de corales. Un sendero marcado por dos líneas de sogas delimita el espacio para caminar en el agua esquivando cráteres, de donde asoman erizos, corales y multitudinarios cardúmenes de peces de colores. Giovana -integrante del equipo de 200 educadores ambientales de la Prefectura Municipal de Ipojuca- saluda con ademanes de típica alegría brasileña sin dejar de controlar a los turistas, para que ni se les ocurra dar el mal paso fuera de los límites permitidos.
A unos 10 kilómetros de allí, en el paraje Pontal do Maracaipe, el aroma de la sal marina da paso al fuerte olor de la materia orgánica que despide el manglar. El río Maracaipe es apenas un escuálido hilo de agua marrón verdosa, que obliga varias veces al jangadeiro Antonio a arrastrar con una soga su chata flotante, con la inestimable ayuda de los pasajeros, que bajan a empujar la barcaza. El trekking en el agua -fuera de programa- permite al guía señalar pequeños agujeros perforados en la arena por cangrejos xie, ostras rojas y cangrejos sirí pegados a las raíces de las plantas. Su charla didáctica cambia decididamente de rumbo cuando detalla su receta para mantenerse en óptimo estado físico y espiritual: "Surfeo desde las 5 hasta las 7 de la mañana, trabajo con la jangada de 8 a 16 y todas las noches me dedico a garotas, fútbol y futvóley".
A 200 metros de la desembocadura del río en el mar, Antonio ordena desembarcar para ir en procura de hipocampos en un montículo de enormes rocas amontonadas. Se sumerge con snorkel y en menos de tres minutos regresa con un minúsculo caballito de mar en la mano. "Son fáciles de agarrar, pero difíciles de detectar", asevera el guía de vida envidiable y a salvo de estrés, mientras devuelve con cuidado la criatura a su hábitat.
Ya de noche, Porto de Galinhas sigue vibrando, aunque la fiesta que anticipa el Carnaval se trasladó de la arena a las calles peatonales, los restaurantes y los bares, copados por la irresistible seducción del forró, la bossa nova y el samba. Sin embargo, la orilla no da indicios de apagar su vitalidad. El golpeteo de los barcos amarrados aporta una suave batucada y en la playa -iluminada por los fulgores de la luna y las estrellas- se enciende la irrefrenable pasión por el fútbol.
OTROS IMPERDIBLES

Museo del Sertao. En este centro cultural, creado en Recife en 2014 para instruir sobre el pasado, la cultura, usos y costumbres de la gente del interior de Pernambuco, se rescata la trayectoria artística del cantante Luis Gonzaga, creador del popular ritmo baión.

Rua do Bom Jesus. 

Popularmente conocida como "La calle de los judíos" o "De los mercaderes", atesora varios lugares históricos de Recife, como Kahar Zur Isreal, la primera sinagoga del continente. Remite a los inmigrantes judíos arribados aquí con los holandeses en el siglo XVII. Sobre Bom Jesus también están ubicados el Museo a Cielo Abierto, la Plaza del Arsenal, la Torre Malakoff (de 1855) y la tienda y museo de muñecos gigantes Embajada de Pernambuco, que atiende Leandro Castro, su creador.

Fernando de Noronha. 

Sus playas agrestes son un paraíso para practicar surf, bucear en el Parque Nacional Marino (santuario de tortugas) y pasear en barco. A 540 km de Recife, el archipiélago está integrado por 21 islas, pero sólo la mayor está habilitada para uso turístico. Reúne posadas, hosterías, lujosos hoteles, restaurantes, sitios históricos y pequeños poblados. En las bahías dos Porcos y de Sancho se aprecian paredes sumergidas de corales. La playa Atalaia ofrece el mejor acuario natural, donde la anguila y el tiburón limón conviven con miles de peces. En cambio, los delfines se observan en Bahía dos Golfinhos.

Nazaré da Mata. 

A 65 km de Recife, diecinueve grupos de agricultores de caña de azúcar se visten en Carnaval a la usanza de los guerreros de lanza y animan en la plaza principal la fiesta de origen africano Maracatú Rural. Para informarse sobre esa tradición conviene visitar el Parque dos Lanceiros y el Espacio Cultural Mauro Mota. Otros atractivos son las artesanías y el turismo rural.

Brejo da Madre de Deus.

 Aquí se levanta Nueva Jerusalén, considerado "El mayor teatro al aire libre del mundo" y construido para la escenificación de "La pasión de Cristo". La visita a esta ciudad se puede combinar con un paseo por la cercana Caruarú (a 138 km de Recife), famosa por la feria que se despliega todos los días en el Parque 18 de Maio, elogiada por numerosos artistas.

Garanhuns.

 También conocida como "La ciudad de las flores" y "La suiza pernambucana", está ubicada a 232 km de la capital estatal. Los visitantes suelen recorrer las principales atracciones (Cristo do Magano, Reloj de las Flores y comunidades quilombolas) en medio de una atmósfera fresca, ya que Garanhuns está edificada a casi 900 metros sobre el nivel del mar. La intensa actividad cultural se refleja en el Festival de Invierno, el Garanhuns Jazz Festival y la Navidad de Sueños.

Tracunhaem. 

Un centenar de artesanos crean piezas de barro, la fuente principal de las expresiones artísticas locales. Sus trabajos se aprecian en talleres, alfarerías, casas, veredas y en el Centro de Producción Artesanal. Los mayores referentes de esta especialidad son Zezinho, María Amelia y Nuca. También se pueden visitar iglesias del siglo XIX y centenarios molinos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario