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Actividades acuáticas en Porto de Gal
Puede que a mediados del siglo XVI,
cuando el mar empujó los barcos de un grupo de holandeses algo extraviados
hacia las costas del nordeste de Brasil,
el paisaje natural les haya agitado la nostalgia por su remota tierra de
origen. Mientras eran corridos por los portugueses y los originarios pobladores
lupis guaraníes, en Recife se encontraron con tres islas, seis
ríos y más de sesenta canales. El panorama desolado que se presentaba ante su
mirada -decididamente europeísta- los llevó apresuradamente a considerar esa
aldea emergente "La Amsterdam de Brasil". Más adelante, otros
pondrían pie allí con la pretensión de haber descubierto la versión
sudamericana de Venecia.
Indiferente a la libre
interpretación de las comparaciones, lo cierto es que hoy la capital del estado
de Pernambuco sigue forjando su identidad
nítidamente brasileña en medio de ese enjambre de aguas calmas, que se
precipitan con parsimonia en el mar. Cualquier idea que pretenda emparentarla
con lejanas comarcas se pulveriza desde el primer instante en que uno empieza a
tomarle el pulso a la ciudad. Su maravilloso repertorio de colores vivos,
sabores siempre intensos, aromas no menos persistentes y gente de andar
despreocupado y cadencioso le otorgan las marcas esenciales.
El Carnaval 2015 está a punto de estallar y los recifenses
reunidos en el playón público de Marco 0 cruzan como si nada de la alegría a la
emoción, saltan de la nostalgia a la risa más desencajada, animados por la
cerveza y la caipirinha. Sus cuerpos se bambolean acompasadamente de derecha a
izquierda, ida y vuelta, agitados por las melodías del frevo y el forró. Cada
tanto entran en un frenesí descontrolado, contagiados por el ritmo de percusión
de los grupos que baten los tambores del maracatú. Nada queda a salvo del
temblor que produce la batucada, que también sacude las mesas y los carritos de
comidas y bebidas al paso instalados sobre el empedrado de las calles Barón de
Río Branco y Bom Jesus. De fondo -por si hiciera falta para dejar en claro los
alcances de las fiestas populares en Brasil- tiene cada vez más protagonismo el
marco de palmas, gritos, haces lumínicos que caen como flechazos para colorear
las cabezas y fuegos artificiales. Desde las voces oficiales, aquí se habla de
"preparativos", pero el Carnaval parece ya definitivamente desatado.
El centro urbano de Recife.
Créditos: Embajada de Brasil en Buenos Aires / Martín Mangudo
Un tibio esbozo de calma amaga con apoderarse de la atmósfera de
Recife a la mañana siguiente. Pero la música típica de la región vuelve a
dispararse al aire desde la playa de Boa Viagem y ahora son los turistas los
que se empecinan en reavivar el clima festivo bajo el sol y las palmeras. Se
descorrió el velo de la marea alta y el litoral costero revela el conjunto de
piscinas naturales que guarda en sus entrañas. El infinito placer que
experimentan los que aciertan en recabar con ojos de snorkel ese universo
submarino tiene lugar en un escenario claramente delimitado: la larga franja
comprendida entre la arena blanca y el cordón recto del arrecife. Del otro
lado, donde empieza a perfilarse el gigantesco horizonte del mar abierto,
despunta un detalle para tener bien en cuenta y ni pensar en cruzar la frontera
del peligro. "Alerta: área sujeta a ataques de tiburones", advierten
sin sutilezas los carteles más observados, entre la infinidad de postes, sombrillas
y cocoteros clavados en la arena.
Clase
magistral
Una comparsa de tamborileros afrodescendientes se apodera de los
callejones del casco histórico de Recife y su ensayo de maracatú anticipa al
atardecer la fiesta que, se intuye, volverá a convocar a una multitud a la hora
de las estrellas. En una de las salas del Centro Cultural Paso del Frevo, la
clase dictada por Joao Vieira transcurre en una atmósfera agradable, afín con
las formas amables que frecuenta el profesor. "Todo empieza con un simple
paso binario: derecha, izquierda, uno, dos y otra vez", explica el
especialista los rudimentos básicos de una danza que parece demasiado simple.
Sin embargo, la imagen óptima del profesor se desmorona de golpe. Vieira no
tiene peor idea que invitar a su clase práctica al grupo de periodistas
argentinos. Enseguida descarta el sencillo paso binario y, en un inesperado
arranque de picardía, les demanda saltos, contorsiones y piruetas más o menos
graciosas que muevan todo el cuerpo sin soltar la sombrilla. En minutos, la prestigiosa
academia de frevo se llena de brazadas y patadas al aire, lanzadas sin la más
mínima coordinación. Además del maestro, sólo la guía Manoela Frances padece el
espectáculo de ese baile decadente.
Las melodías típicas del nordeste brasileño se mantienen
encendidas. Ahora acompañan el paseo nocturno de poco más de una hora que
realiza el catamarán Tur por el río Capibaribe y sus puentes, desde la isla San
Antonio hasta los galpones reciclados del puerto. Una oportuna luna llena y el
derroche de luces de la ciudad minimizan los tramos de penumbras que imponen
los puentes. Cruzamos por debajo del viaducto 12 de Septiembre y el guía lanza
al aire húmedo y templado un sonoro "¡viva Recife!", devuelto por dos
torres de 40 pisos -posados como corpulentos vigías junto a un embarcadero- y
los pasajeros aplauden entusiasmados.
Cinco minutos después, a la altura de los palacios de Gobierno,
de Justicia y Legislativo -revestidos con luces que cambian de color ante el
menor pestañeo-, el barco sin techo acelera hacia el túnel oscuro de un puente
ferroviario de 1874 y el guía vuelve a soltar su grito triunfal. Pero esta vez
ninguna mole se hace eco y la voz desmedida incomoda a las gaviotas antes de ir
a parar al agua. Su auditorio, deslumbrado con la fachada del teatro Santa
Isabel (de 1854), retacea los aplausos. Para el conductor de la excursión todo
volverá a encarrilarse un rato más tarde, cuando llegue el momento de la
ovación que premiará el cruce de Macedo, el puente más largo de la ciudad, un
gigante de metal y hormigón que se estira 283 metros para unir las dos orillas.
El mejor premio para el relator de la navegación se renueva una vez más entre
los pilares de un paso ferroviario construido en 1874.
La historia de Pernambuco y su desarrollo social sembraron esta
tierra próspera -cubierta de cañaverales- de paradojas y contradicciones
irresueltas. Uno de los mayores motivos de orgullo y la página más dolorosa del
pasado local convergen en el barrio Imbiribeira. La cachacería Carvalheira
revela algunos secretos de la elaboración de cachaca, una tradición centenaria
vinculada directamente con la explotación de la caña de azúcar y de los
esclavos introducidos desde Africa. Thiago Santos advierte que los tres pasos
ineludibles para la fabricación de cachaca son la molienda de la caña, la
fermentación en pailas de cobre -un proceso que se extiende entre 12 y 24
horas- y la destilación en alambique. El producto se asienta en barriles de
roble francés y luego se vuelca en tanques "de corrección", para
unificar el color.
Sobre los campos, los morros y las suaves serranías de
Pernambuco florecen ocho variedades de caña de azúcar, todas aptas para
fabricar el "vino de caña" improvisado por los conquistadores
portugueses entre 1532 y 1548.
Con el creciente aroma dulzón de la cachaca, disparado desde
tanques de 150 a 200 litros, aumenta la tentación para llevarse al menos un
trago al paladar. Santos detecta a tiempo el deseo que expresan las miradas
impacientes de los visitantes y los agasaja con una degustación de caipirinha (cachaca
saborizada con lima y azúcar). "El secreto está en quitar el pellejo de la
lima y poner poco hielo en el vaso", avisa. Pero ya es tarde: los
degustadores se apuraron en dar cuenta de la preciada bebida con un único
sorbo, rápido e incendiario.
En Recife no son pocos los que sostienen que la cachaca es tan
representativa de la cultura pernambucana como el artista plástico Francisco
Brennand, que a los 87 años de edad sigue embarcado en la creación de figuras
inanimadas. Es la mejor forma que encontró para inducir a reflexionar sobre el
origen de la vida, la evolución y la reproducción de las especies. "Las
cosas son eternas porque se reproducen", es la frase de cabecera, simple y
enigmática, de este anciano inquieto, que exhibe 3 mil esculturas y placas de
cerámica en las cuatro salas y el parque de 21 hectáreas de su atelier y museo,
en barrio Varzea.
Figuras de arcilla, barro y cerámica escoltan el Templo del
Huevo Primordial, la pieza más llamativa del sendero principal, recortado entre
patios, estanques y parcelas de césped cortado al ras. Los jardines -diseñados
por el prestigioso paisajista brasileño Burle Marx- imprimen un semblante
renovado a las instalaciones de la antigua fábrica de cerámica del padre de
Brennand, que funcionó aquí hasta la década del 50. Por estos días, el artista
ocupa su tiempo pintando murales. Algunas obras de su colección de 300 pinturas
decoran las medianeras de edificios y el aeropuerto de Recife.
El aporte de Brennand a
la cultura local tiende un puente desde la zona de la mata atlántica hacia los
refugios de otros virtuosos creadores, asentados en la parte alta de Recife.
Sobre un promontorio que regala una panorámica inmejorable del mar, el
arrecife, la viboreante playa y los edificios de Recife,Olinda se luce ante sus huéspedes con las
esculturas en madera y cerámica de Vitalino, un toque delicado entre los
souvenires del Mercado de Artesanías Silvia Pontual. A unos pasos, en medio de
la profusión de prendas en tela de la galería Sitio das Artes, resaltan los
trabajos en renda, tejidos de hilo de algodón que se empiezan a delinear punto
por punto sobre moldes de papel manteca.
"En Olinda y alrededores trabajan más de 3 mil
renderas", comenta al pasar Shirly Rodrigues da Silva. Una de esas
talentosas mujeres, Edit do Nascimento, no levanta la vista clavada en la aguja
para recordar sus comienzos, hace cuatro décadas, cuando tenía 4 años de edad y
aprendió a tejer imitando la técnica de su madre.
Ciudad
colonial
Alrededor de las silenciosas tiendas que cobijan a este puñado
de almas perseverantes, Olinda conserva veintidós iglesias y once capillas
coloniales, un patrimonio edilicio que los gobernantes portugueses se empeñaron
en recuperar después de la invasión holandesa, extendida desde 1630 hasta 1654.
La más antigua de esas reliquias es la Catedral da Se, construida con piedras
de los arrecifes en 1537. Cada sector del templo pertenecía a una familia
influyente de Recife, ya que desde esta plataforma creían asegurarse un lugar
en el cielo.
Más sencillo y terrenal, el Convento de San Francisco todavía
conserva su altar dorado y paredes ornamentadas con azulejos, una de las más
reconocidas expresiones del arte lusitano. Recrean pasajes bíblicos y de la
vida de San Francisco de Asís. En el interior del complejo, la historia de la
Iglesia de las Nieves y la Capilla de San Roque registra los férreos límites
impuestos a los sectores sociales menos favorecidos: los balcones estaban
reservados para las familias de los poderosos barones del azúcar; abajo, en la
nave central, se acomodaban los portugueses más modestos, mientras los
pobladores originarios y los inmigrantes africanos tenían su lugar asignado
fuera del templo. Con suerte, alcanzaban a escuchar la misa amontonados en las
cercanías del portal.
Precisamente afuera, sobre el empedrado hirviente del mediodía,
se oyen los pasos cortos de "Ritinha" (Rita María de Conceicao), una
elegante señora de 78 años que carga con dignidad y sin traumas la epopeya de
la emancipación de sus antepasados. "Estoy llena de amor", se planta
y recita los mejores deseos para los turistas. Su voz gruesa y la sonrisa ancha
agitan el collar y el vestido florido, que cuelga de sus hombros frágiles.
Todos los vecinos que pasan, de a pie o en vehículos, se detienen para
saludarla y ella retribuye cada cumplido con dos besos, sin soltar la sombrilla
de colores que la protege.
A
la playa con el mejor ánimo
La inesperada aparición
de Ritinha es un bálsamo de aire fresco, el preludio más auspicioso posible de
una excursión que vincula Recife con Praia
dos Carneiros. El balneario nos recibe con una previsible brisa
caliente, que acelera la carrera hacia el mar de un grupo de adolescentes
enfundados en trajes de neoprén.
El repentino apuro de los surfistas contagia al autor de este
relato, plácidamente tirado en una reposera con el cándido propósito de
deleitar sus sentidos con la panorámica perfecta del mar. Está por arrancar un
paseo en catamarán hasta la desembocadura de los ríos Ariquindá y Formosa y no
queda margen para estirar el rato de ocio con sorbos de agua de coco.
Barcazas de Porto de Galinhas que llevan turistas hacia las piscinas naturales.
Créditos: Miguel Igreja
A 20 kilómetros por hora, la lancha acaba de dejar atrás la
costa y ya empieza a esquivar los bancos de arena, que vuelven a aflorar en la
superficie cada vez que llega la marea baja. Es la señal que esperan los
pescadores de cangrejo sirí para meter sus brazos entre las raíces sumergidas y
arrancarles a mano el crustáceo adherido. Con la bajante se reduce la suerte de
los pescadores de róbalo, sioba y abadejo, que aguardan su momento sin
deseperar en precarios botes de colores. La imagen uniforme del frente costero,
cubierto de palmeras y posadas con techos de tejas, sólo se altera por la
irrupción de la iglesia San Benedicto, construida en el siglo XVIII por la
familia portuguesa Rocha Carneiros. El catamarán amarra en una prainha
(playita), sugerente escala de veinte minutos para comprobar las bondades de
los barros del lugar. Una decena de baldes rebalsados de fango son vaciados por
los turistas sobre sus cuerpos, que embadurnan la piel de la cabeza a los pies
con más ánimo de divertirse que de aprovechar una sesión terapéutica gratuita.
La secuencia de fotos y caminata continúa en un banco de arena, aunque termina
a las apuradas un cuarto de hora después, cuando el mar vuelve a elevar su
nivel y devora el islote.
La jornada siguiente se
vislumbra más afortunada para los visitantes. Esta vez, una jangada (velero de
madera) toma distancia de la playa de Porto
de Galinhas-atravesada por los ruidos de los buggys que
recorren la costa- y diez minutos más tarde los pasajeros desembarcan en la
zona de arrecifes de corales. Un sendero marcado por dos líneas de sogas
delimita el espacio para caminar en el agua esquivando cráteres, de donde
asoman erizos, corales y multitudinarios cardúmenes de peces de colores.
Giovana -integrante del equipo de 200 educadores ambientales de la Prefectura
Municipal de Ipojuca- saluda con ademanes de típica alegría brasileña sin dejar
de controlar a los turistas, para que ni se les ocurra dar el mal paso fuera de
los límites permitidos.
A unos 10 kilómetros de
allí, en el paraje Pontal
do Maracaipe, el aroma de la sal marina da paso al fuerte olor
de la materia orgánica que despide el manglar. El río Maracaipe es apenas un
escuálido hilo de agua marrón verdosa, que obliga varias veces al jangadeiro
Antonio a arrastrar con una soga su chata flotante, con la inestimable ayuda de
los pasajeros, que bajan a empujar la barcaza. El trekking en el agua -fuera de
programa- permite al guía señalar pequeños agujeros perforados en la arena por
cangrejos xie, ostras rojas y cangrejos sirí pegados a las raíces de las
plantas. Su charla didáctica cambia decididamente de rumbo cuando detalla su receta
para mantenerse en óptimo estado físico y espiritual: "Surfeo desde las 5
hasta las 7 de la mañana, trabajo con la jangada de 8 a 16 y todas las noches
me dedico a garotas, fútbol y futvóley".
A 200 metros de la desembocadura del río en el mar, Antonio
ordena desembarcar para ir en procura de hipocampos en un montículo de enormes
rocas amontonadas. Se sumerge con snorkel y en menos de tres minutos regresa
con un minúsculo caballito de mar en la mano. "Son fáciles de agarrar,
pero difíciles de detectar", asevera el guía de vida envidiable y a salvo
de estrés, mientras devuelve con cuidado la criatura a su hábitat.
Ya de noche, Porto de Galinhas sigue vibrando, aunque la fiesta
que anticipa el Carnaval se trasladó de la arena a las calles peatonales, los restaurantes
y los bares, copados por la irresistible seducción del forró, la bossa nova y
el samba. Sin embargo, la orilla no da indicios de apagar su vitalidad. El
golpeteo de los barcos amarrados aporta una suave batucada y en la playa
-iluminada por los fulgores de la luna y las estrellas- se enciende la
irrefrenable pasión por el fútbol.
OTROS
IMPERDIBLES
Museo
del Sertao. En
este centro cultural, creado en Recife en 2014 para instruir sobre el pasado,
la cultura, usos y costumbres de la gente del interior de Pernambuco, se
rescata la trayectoria artística del cantante Luis Gonzaga, creador del popular
ritmo baión.
Rua
do Bom Jesus.
Popularmente
conocida como "La calle de los judíos" o "De los
mercaderes", atesora varios lugares históricos de Recife, como Kahar Zur
Isreal, la primera sinagoga del continente. Remite a los inmigrantes judíos
arribados aquí con los holandeses en el siglo XVII. Sobre Bom Jesus también
están ubicados el Museo a Cielo Abierto, la Plaza del Arsenal, la Torre
Malakoff (de 1855) y la tienda y museo de muñecos gigantes Embajada de
Pernambuco, que atiende Leandro Castro, su creador.
Fernando
de Noronha.
Sus
playas agrestes son un paraíso para practicar surf, bucear en el Parque
Nacional Marino (santuario de tortugas) y pasear en barco. A 540 km de Recife,
el archipiélago está integrado por 21 islas, pero sólo la mayor está habilitada
para uso turístico. Reúne posadas, hosterías, lujosos hoteles, restaurantes,
sitios históricos y pequeños poblados. En las bahías dos Porcos y de Sancho se
aprecian paredes sumergidas de corales. La playa Atalaia ofrece el mejor
acuario natural, donde la anguila y el tiburón limón conviven con miles de
peces. En cambio, los delfines se observan en Bahía dos Golfinhos.
Nazaré
da Mata.
A
65 km de Recife, diecinueve grupos de agricultores de caña de azúcar se visten
en Carnaval a la usanza de los guerreros de lanza y animan en la plaza principal
la fiesta de origen africano Maracatú Rural. Para informarse sobre esa
tradición conviene visitar el Parque dos Lanceiros y el Espacio Cultural Mauro
Mota. Otros atractivos son las artesanías y el turismo rural.
Brejo
da Madre de Deus.
Aquí
se levanta Nueva Jerusalén, considerado "El mayor teatro al aire libre del
mundo" y construido para la escenificación de "La pasión de
Cristo". La visita a esta ciudad se puede combinar con un paseo por la
cercana Caruarú (a 138 km de Recife), famosa por la feria que se despliega
todos los días en el Parque 18 de Maio, elogiada por numerosos artistas.
Garanhuns.
También conocida como "La
ciudad de las flores" y "La suiza pernambucana", está ubicada a
232 km de la capital estatal. Los visitantes suelen recorrer las principales
atracciones (Cristo do Magano, Reloj de las Flores y comunidades quilombolas)
en medio de una atmósfera fresca, ya que Garanhuns está edificada a casi 900
metros sobre el nivel del mar. La intensa actividad cultural se refleja en el
Festival de Invierno, el Garanhuns Jazz Festival y la Navidad de Sueños.
Tracunhaem.
Un centenar de artesanos crean
piezas de barro, la fuente principal de las expresiones artísticas locales. Sus
trabajos se aprecian en talleres, alfarerías, casas, veredas y en el Centro de
Producción Artesanal. Los mayores referentes de esta especialidad son Zezinho,
María Amelia y Nuca. También se pueden visitar iglesias del siglo XIX y
centenarios molinos.
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