Machu Picchu es una de las siete maravillas del mundo moderno y está en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde 1983.
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"El
Valle Sagrado es el reflejo cósmico de la Vía Láctea", define Miguel
Vergara, nuestro guía, y lo hace con una cadencia y una poesía que es difícil
imaginar una forma más oportuna de contarlo. Sobre todo mientras uno intenta
abarcar la panorámica de Machu Picchu, que se ve tan eterna como las
constelaciones a cuya imagen y semejanza parece haber sido diseñada. La ciudad
sagrada de los incas no defrauda, por más que uno la haya visto cientos de
veces en fotos y postales, y aunque uno guarde un viejo recuerdo de sus
encastres perfectos, de sus construcciones encaramadas en la montaña y del
césped lustroso que se impone sobre las piedras.
Sólo por esta brevísima instantánea vale la pena emprender el
viaje a Perú. Pero más allá de la magia sagrada de los Andes, nuestra travesía
se extenderá también a las costas del Pacífico, donde descubriremos las dunas
del desierto en Paracas, volaremos sobre las increíbles figuras de Nazca, y
navegaremos hasta unas islas blancuzcas donde sólo habitan las aves. Estas son
algunas de las experiencias que depara uno de los países con mayor
biodiversidad del planeta, donde los paisajes y los colores cambian como si uno
estuviera sumergido en un caleidoscopio. Al final del viaje, no alcanzarán las
imágenes guardadas en la cámara, ni las anotaciones de la libreta para retener
tanta belleza. Entonces uno confiará en la poesía de Miguel, y recordará que,
tal como nos explicó aquella tarde frente a las ruinas de Machu Picchu, ningún
otro lugar en la tierra puede ser tan parecido al cielo.
Candelabros,
aves y lobos
Paracas significa "lluvia de arena" en el idioma de
los antiguos habitantes de esta región, ubicada sobre la costa, 250 km al sur
de Li- ma. Paracas es también el nombre de un pueblito que balconea sobre una
plácida bahía del Pacífico, frecuentado por los limeños como centro de veraneo.
Desde el muelle del Hotel Paracas, el paisaje sigue los trazos de un cuadro
impresionista. El agua está tan calma y celeste que cuesta distinguirla del
cielo, y los suaves relieves de la península parecen el lomo aterciopelado de
un león.
Pero a bordo de la lancha, el paisaje plácido y espejado cobra
movimiento. Vuelan las melenas, saltan las cámaras y, minutos después, estamos
frente al misterioso Candelabro de Paracas, gigantesca figura trazada entre la
arena y la arcilla que sólo se distingue a la distancia. Nadie pudo establecer
aún su antigüedad, pero las teorías van desde una milenaria cultura relacionada
con las líneas vecinas de Nazca, hasta una marca dejada por piratas para
señalar el escondite de un tesoro.
El misterio queda atrás en pocos minutos, mientras la lancha
avanza a los saltos hacia el mar abierto. El océano se vuelve azul profundo, y
sólo cede protagonismo cuando aparecen unos islotes rocosos y solitarios. Al
detenernos, un ruido ensordecedor borronea el paisaje. "La sinfónica
animal más grande del mundo", define Naza, el guía, mientras anclamos
frente a las islas de San Gallán. Miles de lobos marinos entonan un canto
desafinado y gutural desde la costa. El espectáculo embriaga con la mezcla de
ruido, olor y balanceo. Un delfín nos acompaña hacia las islas Ballestas,
formaciones caprichosas sobre las que sobrevuelan las aves. La capa blanca de
guano que tapa el suelo de la isla es una de las riquezas que supo exportar
Perú en otras épocas.
"Con los excrementos de estas aves pagamos una vez la deuda
externa", asegura el guía, mientras habla de las bondades de este
fertilizante orgánico que hoy ya no se exporta, pero que sostiene el desarrollo
agrícola de Perú. A fines del siglo XIX, cuando los primeros exploradores
llegaron a las islas, las aves guaneras oscurecían el cielo y acumulaban capas
de 35 metros de guano. El guanay, el piquero y el pelícano estaban entonces en
su apogeo productivo, que se fue aplacando cuando la pesca empezó a cercenar el
alimento de las aves. Hoy el guano se recoge sólo una vez cada siete años, pero
queda el maravilloso vuelo de las aves que se agitan como una corona sobre
estas islas porosas y solitarias. Y aunque ya no haya que esperar cuatro o
cinco horas para que pase toda la bandada, como relataba un viajero de
principios del siglo XX, todavía vale la pena acercarse para observar la vida
secreta de las aves marinas.
Los
misterios de Nazca
Ya es mediodía cuando regresamos al hotel, donde todo está organizado
para emprender el sobrevuelo a las líneas de Nazca. Las gigantescas figuras
lucen como si un chico las hubiese dibujado con una rama sobre el suelo
desértico y pedregoso. Desde la superficie, los dibujos pueden parecer surcos
azarosos, por eso es necesario sobrevolar en avioneta para apreciarlos. Estas
figuras fueron trazadas en el desierto hace más de mil quinientos años con
precisión matemática. Monos, arañas, pájaros, víboras y líneas que en otra
geografía hubieran tenido un destino efímero, en el desierto de Nazca pueden
aspirar a su cuota de eternidad, gracias a uno de los climas más secos del
mundo. La geometría perfecta de cada dibujo genera toda clase de preguntas:
¿quiénes lo hicieron? ¿Cómo? ¿Para qué?
El espectacular hallazgo no tardó en generar distintas teorías.
Desde aquellos que sostenían que se trataba de un mensaje para los dioses, a
los que sostuvieron sin mayor fundamento que fueron obra de los
extraterrestres. Esta cronista conoció en un viaje anterior a María Reiche, una
mujer menuda y muy determinada que dedicó más de medio siglo a estudiar los
misterios de Nazca. Durante años vivió en el desierto, donde dibujó, midió y
hasta barrió cada una de las líneas. Su teoría es que se trataba de un
calendario solar a cielo abierto. "El libro de astronomía más grande del
mundo", como alguna vez lo definió.
El desierto
y las catedrales
"No todo es desierto", reza un cartel sobre un camino
de la Reserva Nacional de Paracas, otra de las excursiones que pueden hacerse
en esta región. El cartel señala un grupo de flamencos rosados que aportan la
cuota de color y movimiento al paisaje. A los pies del cartel, Ronny, nuestro
guía en la Reserva, desempolva unos fósiles de 45 millones de años que
descansan con naturalidad en el suelo. Se trata de pequeños moluscos llamados
"turritelas", que se enrulan como caracoles dibujados en la piedra.
Fósiles que llevan inscripta la historia de la Tierra.
No muy lejos de allí, subimos hasta un mirador que balconea
sobre una deslumbrante formación que se interna en el mar. "La naturaleza
se tomó 40 millones de años para construir la Catedral, y el terremoto de 2007
la destruyó en segundos", explica el guía. La Catedral perdió parte de sus
paredes, pero a pesar de la mutilación, se levanta orgullosa como una isla de
rocas, testigo de que nada es tan eterno como parece. Atardecer de un día
agitado.
Jesús López dice que para él haber corrido el Dakar es como haber
jugado en el Mundial. Orgulloso, cuenta su experiencia como piloto en la
competencia de rally más famosa del mundo. Jesús forma parte de Alta Ruta 4x4,
empresa que organiza excursiones en vehículos especiales a distintas regiones
de Perú. Avanzamos rápidamente en su camioneta colorada rumbo a las dunas
cercanas a la ciudad de Paracas, en una carrera contra el sol. El cielo empieza
a ponerse rojo, la camioneta acelera, y se interna en un camino de tierra que
termina en un médano colosal. El motor ruge y trepa hasta la cima, para saltar
estrepitosamente hacia el otro lado. Arremetemos a toda velocidad contra la
arena, como si navegáramos en un mar embravecido y cada vez más oscuro. El
vértigo es no saber lo que se va a encontrar al otro lado. La adrenalina afloja
mientras hacemos un alto en el mar de dunas. Dentro de unos minutos será de
noche, y las primeras luces comenzarán a encenderse a la distancia.
Las estrellas
de Urubamba

Serán largas horas de viaje desde la costa hasta las montañas,
donde alguna vez los incas ubicaron el ombligo del mundo. Cusco nos recibe con
una lluvia repentina sobre la Plaza de Armas. "Es una bendición, una buena
señal", augura Miguel, nuestro guía local, mientras el sol no termina de
irse, y se obstina en iluminar la estatua dorada del Inca que resplandece con
un brillo sobrenatural. Se escuchan campanadas, conversaciones en distintos
idiomas, una música lejana. El centro colonial de la ciudad está tan bien
cuidado, que brilla con el lustre de la lluvia.
Salimos de Cusco hacia Urubamba, un pueblo sumergido en el
corazón del Valle Sagrado. El hotel Tambo del Inka nos espera con su imponente
arquitectura, y su sutil decoración poblada de máscaras, tejidos, flores,
vasijas y artesanías. Será tiempo de relajarse en la terraza de la habitación,
al amparo de las estrellas de Urubamba.
A las seis de la mañana el aire está frío y huele a humedad.
Caminamos hasta la estación de tren, ubicada dentro del hotel, a pocos metros
de la habitación. El tren silba, aúlla y rechina a la espera de los pasajeros.
Apenas amanece cuando partimos hacia Machu Picchu, sobre los rieles que
serpentean al borde del río Urubamba. El tren avanza con paso de novia, como si
saludara a los niños que despreocupadamente caminan sobre las vías. En el
kilómetro 82 distinguimos el comienzo del Camino del Inca, un esforzado
trayecto de tres noches y cuatro días, apto para quienes estén en buen estado
físico. Desde el tren se ve una pareja de turistas acompañada de un porteador,
que lleva el equipaje por un desfiladero.
Atravesamos terrazas de cultivo, antiguas paredes de piedra,
túneles o "eclipses", como los llama Miguel. Al cabo de dos horas y
media de viaje, llegamos al pueblo de Aguas Calientes, desde donde parten los
buses que ascienden hasta Machu Picchu. Cuando uno comienza a desalentarse
frente a los molinetes de acceso y la multitud, el paisaje se abre como una
postal y diluye cualquier incomodidad, nos hace sentir parte de la historia.
Allí está Machu Picchu, con sus piedras grisáceas, el césped lustroso, y la
sombra del Huayna Picchu como un puma a sus espaldas.
Recorremos la ciudadela con la sensación de que nos desplazamos
dentro de una postal. Allí está el ensamble perfecto de las paredes del Templo
del Sol, la Casa Real, un recóndito jardín de orquídeas y begonias, el Templo
de las Tres Ventanas, y una sala que produce un efecto acústico asombroso
cuando uno hace vibrar la garganta en alguna de las ventanas. Una larga
escalinata conduce al Intihuatana, el lugar más sagrado de la ciudadela, donde
los incas amarraban el sol para que no se alejara.
El sabor amargo de unas hojas de coca nos alienta para seguir
hasta las entrañas del Templo del Cóndor, donde el olor a eucalipto indica el
sitio de las ofrendas. Miguel nos cuenta la leyenda del cóndor, que se lanza
hacia una piedra en busca de la muerte, para volver transformado en energía de
luz. Pienso en eso mientras avanzo hacia la salida, y miro hacia atrás. Al
paisaje le gusta borronearse: hay algo de nostalgia anticipada, de misterio, de
nubes encendidas en la despedida. Es entonces cuando Miguel le pone palabras a
la última postal: "El Valle Sagrado es el reflejo cósmico de la Vía
Láctea".
Para los que
viajan en primera clase, hoteles de lujo:
-
Hotel
Paracas.
Frente
a la Reserva Nacional de Paracas, este resort es parte de The luxury
Collection. El hotel fue reconstruido en 2007 manteniendo el espíritu del
antiguo hotel Paracas con nuevos estándares de lujo. Sus 120 habitaciones están
distribuidas en villas, chalets y bungalows entre cuidados jardines que
balconean sobre la Bahía de Paracas. El barlounge es ideal para disfrutar de un
pisco sour frente al mar. El spa ofrece un circuito terapéutico de aguas, sala
climatizada con techo estrellado y tratamientos con productos locales. Dos
restaurantes garantizan una excelente gastronomía.
-
Tambo
del Inka.
En
el Valle Sagrado de urubamba, entre Cusco y Machu Picchu, Tambo del Inka Resort
& Spa fue inaugurado en 2010 y elegido como el mejor hotel de Sudamérica
por TripAdvisor. El hotel cuenta con su propia estación de tren hacia Machu
Picchu. Es el primero en Perú en tener certificación lEED, que distingue a los
edificios amigables con el medio ambiente. Lo primero que impacta al huésped es
su arquitectura integrada al paisaje, que privilegia las vistas hacia el río y
las montañas. Madera, piedra, colores cálidos y una gran chimenea reciben al
viajero en un ambiente decorado con quipus, jarrones, máscaras, canastas y
artesanías locales. Las 128 habitaciones cuentan con terrazas y vistas a los
jardines y al espléndido paisaje. El spa tiene una piscina climatizada,
hidroterapia y tratamientos con productos locales como coca, quinoa o cacao, y
hasta un facial a base de oro, como las antiguas princesas incas. El restaurante
Hawa ofrece platos peruanos y novoandinos que incluyen el tradicional cuy
chactao, ceviches y delicias elaboradas con productos orgánicos cosechados en
la huerta del hotel.
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